Algunas reflexiones sobre el abordaje de los padecimientos psíquicos

En un contexto de ajuste.

Imagen: El Auditor.

Como alguien que atravesó una internación en una institución psiquiátrica, puedo dar testimonio en primera persona de la poca importancia que la sociedad (y el Estado, sobre todo) dan al cuidado de la salud mental.

He tenido la suerte de caer (sí, caer, porque así como uno no elige el momento, pocos privilegiados pueden elegir el lugar) en una clínica en la que el personal se comportaba humanamente y la infraestructura y la disponibilidad de insumos era adecuada. Sin embargo, algunas cuestiones de enfoque a la hora de pensar el tratamiento (tanto en esta institución, como en la lógica general del sistema) deberían ser revisadas.

Por un lado, el encierro y el poco contacto con los familiares y el núcleo de afectos es moneda corriente. Las restricciones obedecen, en parte, al enfoque terapéutico, campo sobre el que los profesionales se deben un amplio debate. Tanto en el ámbito público como en el privado impera una lógica de aislamiento del exterior que no en todos los casos es justificada. La limitación extrema del derecho a hacer o recibir llamadas es un ejemplo de esto, así como el requisito excluyente de todas las visitas sean familiares directos de los pacientes.

La pandemia, como es sabido, empeoró las cosas, intensificando ese aislamiento. Aun con el calendario de vacunación completo, al ingresar a la institución rige un protocolo de cuarentena que va de 3 a 7 días según el caso. Durante ese tiempo, pese a ser el momento de mayor vulnerabilidad, no está permitido el contacto con familiares ni con otros pacientes. Esto hace mucho más angustiante el comienzo de la internación.

Por otro lado, según fuentes oficiales, la cantidad de personas con trastornos de ansiedad y cuadros depresivos tuvo un incremento notable durante los últimos dos años. Esto significa, claro está, una mayor demanda de atención psicológica y psiquiátrica, en el marco de un sistema de salud castigado de por sí por el contexto de emergencia sanitaria general.

Como dije, hablo desde mi experiencia como paciente en una clínica privada, algo que no deja de ser un privilegio si lo contrastamos con lo que se vive en el circuito público. Allí, la problemática se potencia: desde falta de insumos hasta riesgo edilicio, pasando por la falta de personal que redunda en un abandono profesional (y en muchos casos humano) de las personas internadas.

La ley 26.657, promulgada el 2 de diciembre de 2010, avala el reconocimiento de las personas con padecimiento mental como sujetos de derecho. Apunta a la anulación del viejo concepto del manicomio, sustituyéndolos por instituciones que velen por la integridad del paciente en todos sus aspectos. Como es de esperar, esto no se cumple del todo. Los enfoques arcaicos no se han erradicado por completo y es común que en la práctica muchos profesionales terminen volcándose a los viejos criterios, basados en la sobremedicación sin más finalidad que evitar que el paciente sea una molestia.

Es cierto que esto tiene mucho que ver con la propia concepción ideológica de cada profesional, pero no deja de tener peso propio la obscena limitación de recursos materiales con la que choca su tarea cotidiana. La convivencia de personas con padecimientos psíquicos se vuelve especialmente complicada cuando la infraestructura del lugar no responde a sus necesidades terapéuticas. Las pésimas condiciones edilicias vuelven inhabitables a veces sectores enteros.

Y si bien los insumos más básicos no suelen escasear, no podemos perder de vista que las drogas que aún se utilizan en este circuito han caído en desuso desde hace largo tiempo en la psiquiatría privada. Siguiendo la lógica del ahorro, es común que el sistema público siga empleando medicamentos antiguos, que dopan a los internos para mantenerlos tranquilos.

¿Cómo se espera que una persona logre (después de pasar semanas, meses o incluso años en esas condiciones) reinsertarse en una sociedad que, para peor, carga además con un pesado caudal de prejuicios?

Tras la sanción de la ley mencionada, el gobierno dispuso que el 10% del presupuesto destinado a Salud debía dedicarse específicamente a la salud mental. Es casi innecesario aclarar que esto no se cumple. Yendo a lo concreto: en 2022, este porcentaje no llega al 1,5%. Este es apenas una de las caras del ajustes sistemático al que nos someten, sin diferencia, los espacios políticos cómplices de los grandes capitales financieros. Las personas internadas en instituciones psiquiátricas son, desde siempre, un grupo invisibilizado. Fuera de la mirada de la sociedad, sufren a manos de los gobiernos de turno una pandemia de desidia intolerable.

En este contexto de por sí dramático, sabemos que su intención es ajustar aún más. Fondos necesarios para implementar políticas públicas irán a las arcas del FMI, de la mano de un Estado que, sin distinción partidaria, avala el saqueo a costa del hambre del pueblo.

Por eso elevamos la consigna: ¡Presupuesto digno para las instituciones de salud mental! ¡Que ni el FMI ni la iglesia se lleven esos fondos!

 

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